Cuando los vigías de nuestras costas descubren la agitación de las aguas o las carreras de las orcas por conseguir su alimento preferido, sabemos que estamos a caballo entre abril y mayo. Al igual que en la película “si hoy es martes, esto es Bélgica” en Cádiz sabemos que si vienen los atunes por lontananza es que ya estamos a finales de abril y las almadrabas están caladas en sus lugares tradicionales para proporcionarnos uno de los mayores placeres gastronómicos de los que se puede disfrutar.
Desde su creación fenicia, las artes de la almadraba han evolucionado mucho, desde una simple red de cerco con la que se llevaban los atunes hasta la orilla y se les golpeaba (lo que originó posteriormente su nombre árabe ya que almadraba es el “lugar donde se golpea”), hasta los actuales sofisticados “laberintos” de redes, anclas y boyas, de los cuales ya sólo nos quedan las cuatro gaditanas de Conil, Barbate, Zahara y Tarifa, y a saber si podrán continuar operando si seguimos con las restricciones que impone el ICCAT y que determinadas flotas “piratas”, y las no tan piratas, todo hay que decirlo, se saltan a la torera perjudicando las expectativas de aumento de las capturas legales.
En los últimos años hemos pasado de las sangrientas luchas cuerpo a cuerpo con el atún en el copo y su izado con bicheros, a una muerte “suave” con lupara (una especie de “recortada” submarina) con el fin de evitarle un sufrimiento que mengüe la calidad de sus carnes a los ojos y paladares nipones, que son, al fin y al cabo, los mayores compradores y consumidores del producto, y por cuya razón hemos aprendido a degustarlo de otra manera diferente a la tradicional.
La mítica figura del capitán de la almadraba, o arráez, de función más militar que pesquera en sus inicios, sigue recortándose sobre el horizonte cuando se yergue en su barco dirigiendo las operaciones, como fiel y digno sucesor de aquellos arráeces de origen levantino, preferentemente de Benidorm, y onubenses que gozaban de gran prestigio en la materia por su conocimiento del medio.
Y de ahí parte ese atún rojo que, a la fecha de publicación de esta revista, ya estará llegando a nuestros mercados (el de almadraba, ya que en Canarias se pesca desde un mes antes, cuando pasa por la zona camino del Mediterráneo), y que será objeto de una incruenta lucha entre los compradores para conseguir que el pescadero nos reserve las partes que más nos gustan a cada uno, ya sea la jugosa ventresca o barriga, el firme lomo o los despampanantes contramormos, morrillos y parpatanas, entre otras.
Hoy en día casi todos somos “expertos” en preparaciones de atún rojo, más allá de los tradicionales encebollados de cada zona o del marmitako norteño, y pululan recetas por doquier, si bien se está imponiendo su consumo en crudo o semicrudo y la elaboración a baja temperatura porque de esta forma se provoca una lenta y perfecta fusión de sus grasas sin afectar a la suave textura de la carne y a su rotundo sabor.
Del atún se aprovecha todo, y cada año que pasa ya se encargan los expertos, como Pepe Melero en El Campero de Barbate, con Julio Vázquez al timón, entre otros muchos, de sorprendernos con bocados nuevos que estaban escondidos entre sus huesos y espinas, o en seguir descomponiendo las partes tradicionales en subpartes, dándoles nuevos nombres y un tratamiento culinario diferente a cada una de ellas. Es un mundo fascinante porque continuamente se hacen nuevos descubrimientos.
Siendo, además, un animal con unas grasas que no se ha dudado en calificar de beneficiosas para la salud por la cantidad ácido omega-3 que contienen y las proteínas de buena calidad que aportan, tampoco se puede abusar de su consumo, ya que, aunque nos pese, el atún está muy arriba en la cadena trófica, por lo que, precisamente debido a esa grasa, tiende a acumular fácilmente los metales pesados que el resto de peces que devora llevan en su organismo, sobre todo mercurio, razón por la cual hay que ser prudentes en su ingesta y acompañar ésta de buena proporción de verduras, para que las fibras que las mismas aportan “atrapen” una parte de esos metales y los elimine.
Así pues, me permito acompañar una receta en la que la parte magra de la parpatana (lo más parecido a la carne) se envasa al vacío con un poco de sal, mejorana y una cucharada de aceite de oliva virgen extra y se cuece a 65 grados durante 30 minutos. A continuación, se introduce en el horno precalentado a 200 grados durante otros cinco minutos y se emplata rodeándola de verduritas cocidas o en puré. En mi caso la suelo acompañar de una crema de berros (se cuece un paquete de berros -250 g-, un trozo de puerro y otro de zanahoria, y se tritura emulsionando con AOVE y un poco de sal) o un puré de batata o boniato y pimientos del piquillo al 50%. Si hay una copita de palo cortado al lado, es una delicia sobre otra.
Ya saben, todo con moderación y … buen provecho.
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